quarta-feira, 5 de novembro de 2008

Sonido del teléfono

Sonó el teléfono. Volvió a tocar sinuosamente. Pedro, borracho, dormía como un plomo en el sofá del salón vacío. Un vaso mojado con whisky ocupaba el suelo y su mano se caía hacia la bebida.
El teléfono sonó con insistencia. Y sonó solamente hasta la tercera vez. Pedro aún no podía despertarse del sueño de plomo que ocultaba su tristeza y su soledad.
El teléfono ya no volvió a sonar. Pedro se despertó de aquél sueño perturbador y de su borrachera intencionada. Fregó sus ojos con el revés de la palma de la mano. Estaba mareado. Su cabeza dolía y palpitaba y su corazón estaba desolado. En sus oídos resonaba una canción que recordaba un tango argentino.
Alrededor de sus treinta y cinco años nunca había sentido el tango con tanta tristeza. Se levantó y fue hasta la ventana. La canción se hizo más presente. Miró el reloj y éste ya apuntaba las veinte horas pasadas. Sintió el corazón latir y apretar.
Una única, íntima y amarga lágrima lavó su cara y bañó su alma. Un suspiro inhóspito hundió su garganta y enseguida se recompuso.
Volvió a acercarse al sofá, rellenó el vaso con whisky. Se sentó y su mirada vagaba perdida. Cabreado, se tumbó en la alfombra roja que quedaba en el pasillo que llevaba a la habitación de su piso. Vivía solo y no se vía un objeto fuera de su sitio. Todo solía estar muy limpio. Pero en aquél día había polvo, manchas de algo mojado en el suelo siempre encerado. Se quitó la ropa muy pronto, la tiró sobre la alfombra roja y se dirigió al cuarto de baño para bañarse.
Optó por una ducha fría. Desnudo, caminó por su piso. Inquieto, siempre con el vaso en la mano, volvía a emborracharse. De pronto, tiró el whisky a la pared y los añicos se esparcieron por el suelo. La canción vecina dejó de sonar.
Se acordó de un bar muy antiguo. Estaba sin compañía, casi depresivo, prendido a una soledad lagunosa y a un vacío que le provocaba baches en el alma.
Bajo una atmósfera efímera, caminando hacia la seducción-cómica, bailaba cerca de su mesa, una dama vestida con largo vestido rojo, el pelo muy negro y ondeado hasta la cintura, prendido con un clavel también rojo. Sus ojos grandes y verdes, cubiertos por pestañas curvas, llamaba la atención.
Un bello chico, con sus veinte años acompañaba la bailarina y la conducía en el tango de Carlos Gardel. Le daba mucho gusto acordarse de la música, del baile y de la dama que bailaba.
El día en que me quieras sonó en aquella noche como eterna, rellenó con su ritmo alegre en segundos el corazón de Pedro. Ella no pudo dejar de notarlo. Le sonrió y fue retribuida con una mirada interesante. Nada más terminar la música y la danza, ella se dirigió hacia la mesa donde estaba Pedro observándola. Sonriendo, quitó de su pelo el clavel y lo puso sobre la mesa con un trocito de papel en el que contenía su número de teléfono.
Aquella noche, él ya no volvió a verla.
En su vivienda, no privó su entusiasmo. Corrió hacia el teléfono y llamó a la chica. Iná atendió. Ése era el nombre de la chica: Iná. Pedro se identificó y pronto fue reconocido. Charlaron por más de dos horas. Se llevaron bien y marcaron una cita para más tarde.
Era final de tarde y el timbre de Pedro tocó. Iná estaba exuberante. Llevaba un vestido a la altura de las rodillas, su pelo, a lo desmelenado, y su mirada provocadora. Él la invitó a entrar, le ofreció un vino y juntos brindaron. Se rieron mucho y hablaron sin parar durante toda la noche. Compartieron semejanzas y diferencias. Pedro era del signo de tauro, vivía en la ciudad hacía más de veinte años, había estudiado arquitectura, nunca se había casado, le gustaba el jazz, leía novelas y vivía solo. Iná era del signo de geminis, llevaba la vida a lo gitano, mudándose de ciudad a menudo. No había terminado sus estudios por culpa del tango, oía jazz, vivía con su compañero de baile y tenía una pasión por pájaros. Ella había recién cumplido sus veintitrés años.
La diferencia de edad entre ambos estaba evidenciada por los gustos y asuntos. Pero al encontrarse, conciliaban sus pensamientos. Le fascinaba a la chica la articulación de Pedro, su manera tímida de ser, igual que el ritmo y tono en el que sonaban las palabras pronunciadas por él.
Su piso tenía una prolija organización e Iná jamás conseguiría ser tan organizada. Iná no era para nada organizada.
La compañía mutua se completaba. Se sentían felices. El cielo estaba estrellado y la luna alumbraba la noche de aquellos que aún no eran amantes.
Iná miró el reloj que ya gritaba más de dos horas de la mañana. Se levantó del suelo, donde estaba sentada al lado de Pedro, arregló su pelo de una manera que le sentara bien, buscó su bolso. Se detuvo y le miró fijo a los ojos de su nuevo amigo. Sus ojos fueron humedecidos por un beso repentino, entonces Iná se acercó a Pedro y le besó con locura. Él la correspondió, pero receloso.
El beso duró largos segundos, pero menos de un minuto. La intensidad hablaba por si sola. Iná se dirigió hacia la puerta, él se la abrió. Ella partió silenciosa, pero con una risa lasciva en la comisura de los labios, tanta era la malicia que cabía en su pecho ardiente, y Pedro no se percataba. Éste parecía un niño y pensaba como tal, casi inocente. Ella ya había partido cuando el volvió a sentarse en el piso. Pensó en la bailarina, deseoso de besos, y luego adormeció.
Al día siguiente, por la mañana, el teléfono despertó a Iná. Era Pedro, atacado por una loca neurosis y su voz falló, ronca, mientras su corazón gritaba queriendo hacerse oír. Sabía que era el. Su intuición era disimulada pero exacta. Sin embargo, cuando atendió, solo alcanzó a decir hola y descolgó. Miró el reloj, eran las diez y treinta y cinco. Hacía ocho horas que se habían despedido.
Pedro, inquieto, se dirigió a la ventana de su departamento. Quedó pensativo viendo cómo los coches seguían para quién sabe dónde y las personas caminando apuradas para todos los lados. No fue a trabajar. Se sentía pleno, colmado, y al mismo tiempo muy vacío, ausente hasta de si mismo. Prendió un cigarrillo y fumó lentamente. Seguía mirando la vida en movimiento. Las cenizas cayeron en el piso de la sala. Volvió en si y caminó hasta el lavadero. Tomó una escoba y comenzó a limpiar la casa. Barría el suelo que pisaba, recolocaba en su sitio pequeños objetos que Iná había manoseado y sacado de sus lugares habituales.
Dieron las dos de la tarde y, preso de una intensa inquietud, telefoneó para la mujer deseada.Colgó. Se sintió perturbado ante la posibilidad de que ella no quisiese hablar con él nuevamente. Ansioso y neurasténico comenzó a desordenar sus cosas, siempre tan bien organizadas. Cambió de lugar los libros de los estantes, colocó el sofá junto a otra pared, alteró la disposición de los cuadros y puso otras cortinas.
El teléfono sonó. Pedro corrió a atenderlo. Su voz era nerviosa y casi quebrada. Era Iná.
_ Querido Pedro – escuchó y sonrió con alegría, sus manos temblaban. Ella continuó:
_ Quiero verte otra vez ¿puedo ir hasta ahí?
Él no pensó y de repente respondió: ¡claro! Dentro de una hora, más o menos, ella estaría, deslumbrante, de nuevo junto a él. ¿Qué haría?
Corrió a recolocar los cuadros en los mismos lugares que antes ocupaban, haciendo lo mismo con los libros y el sofá. Tomó baño, puso una botella de vino y copas en la mesa de la sala. El timbre de la puerta de calle, por fin, sonó. Iná traía en sus manos un disco de Gardel. Entró. Lo abrazó y lo besó. Él la dominó, la recostó en el sofá y le sirvió una copa de vino. Ella ya estaba desnuda cuando él fue a ofrecerle la copa. Se poseyeron tal cual dos niños que se apoderan de su juguete favorito por la primera vez.
Súbitamente Iná comenzó a vestirse, diciendo que necesitaba salir. Pedro no la detuvo. Se sentía saciado… sólo por aquel día.
No cabía en si de tanta felicidad. Estaba colmado de placer. Los encuentros se volvieron continuos.
La mujer siempre volvía cargada de misterios con un mirar raro e indescifrable. Pero su piel era tan tersa, tan pura, tan hermosa…
Los días fueron pasando. Iná dejó de encontrarse con Pedro. Él tampoco la buscó más. Pero el recuerdo de ella lo iba consumiendo cada día más. Hasta que un día, en este año, no ha logrado contenerse y la ha llamado. Lo ha atendido la voz de otra mujer que le ha hecho saber que Iná se había marchado el día anterior. Se había ido a Argentina a pasar una temporada, a danzar, y recorrer otros caminos del destino.
No podía creer en lo que oía. Ha colgado el teléfono y ha llenado una copa con la primera bebida que ha encontrado. Ha bebido, ha lamentado y ha llorado como un niño y ha roto la copa en la que Iná alguna vez había bebido. Borracho, se ha sentido morir. Muerta su alma, muerto su cuerpo, muerta su vida…
El teléfono ha sonado una y otra vez. Tal vez fuese ella. Pero él ya nada podía oír.



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